viernes, 20 de septiembre de 2013

Promesas del Fin de Año

Mi puta, una puta, pero era mía, mi puta,  pensaba mientras la contemplaba, la tez morena y tensa, y aquellas trenzas que alisaban su pelo ensortijado. Para otros era linda a su modo, era increíblemente hermosa para él. El resto no importaba. Fue al baño y se duchó.  Era treinta y uno de diciembre, hacía calor, pronto tendría que empezar a armar la noche.
Salió de la ducha, y cuando limpió algo del vapor que quedó pegado en el espejo vio sus pelos canos, sus arrugas, su cuerpo avejentado, el de alguien que había sido robusto, y se sintió afortunado de tenerla a Lurdes al lado, que lo soportara, que lo abrazara a las noches cuando el miedo volvía.
No se sorprendió cuando salió del baño y no la vio en la cama, sí extraño sus curvas a su lado, y olió el perfume del café y de las tostadas, ya estaba en la cocina. La casa estaba en el segundo piso, abajo la carnicería estaba cerrada, los treinta y uno de diciembre siempre estaba cerrada.
Cuando se sentó en la mesa de la cocina el sol entraba por las ventanas traslucidas, los azulejos celestes hacían el día más luminoso que la realidad, lo aumentaba. Todo hacía prever que la noche acompañaría el festejo. La volvió a ver detenidamente, y se preguntó cuántos años tendría, ella nunca se lo dijo, el nunca le preguntó. Lurdes se sentó en la mesa de la cocina, no en frente, sino a su lado, pudo olerla, estaba vestida con una remera suelta y un jogging pero se intuía que no tenía puesto el corpiño. A veces le costaba creer que Jorge, con los años que tenía, todavía se excitaba con solo imaginarla desnuda, pero lo conoció así, como adolescente perdido pese a todos sus años. Era un niño extraviado en un cabaret cualquiera. Todavía recuerda como la abrazaba en aquel cuartucho de paredes ocre de manchas de humedad.
-          ¿Oscarcito ya se despertó? –
-     ¿Jorge, en verdad piensas que ese vago se va a despertar antes que tú? – pasaban los años y su acento caribeño no se iba del todo.
A las tostadas con manteca las espolvoreó con azúcar, era su permitido de todas las mañanas. Lurdes entendía que las mañanas eran en silencio y Jorge entendió el café era puro. El silencio era amor en donde se escuchaba la respiración de cada uno.
Bajó por una escalera lateral que daba al patio, la casa la habían dividido en dos desde que vivía con su madre, dejando abajo el salón para la carnicería y la planta alta para la casa, una escalera unía el arriba y el abajo. En el fondo estaba el quincho que hacía las veces de depósito y casa de Oscarcito, un ex lingera que había encontrado en una navidad,  le había ofrecido casa a cambio de trabajo y alimento a cambio de amistad.
Entró en el quincho y lo vio dormido en el catre, al lado del tablón, se acercó y le dio una patada a la pata de madera y Oscarcito se levantó como un resorte, luego reaccionó que estaba con Jorge.
-  Levantate huevón, que hay mucho para hacer, Lurdes te tiene preparado el desayuno.
Sin decir nada, fue hasta el baño a asearse y luego caminó con paso lento, arrastrando los pies cosa que enloquecía a Jorge, y lo vio subir las escaleras. Era la mañana del año viejo y sentía que la ansiedad del niño empezaba a apoderarse de él. El sol presagiaba un día de calor y una noche estrellada. Tenía que esperar a Oscarcito para sacar las cajas, ya estaba viejo para mover tanta cosa sin ayuda. 

Hacía calor, la noche era asfixiante por la humedad, sin embargo en el cabaret no se sentía tanto. Hacía rato que estaba en la barra tomando un mal whisky que al olvido le sumaba la aspereza. Siempre iba los domingos, para poder gastarse las utilidades de las ventas del día. Mismo antro, mismo whisky, mismo cafishio, pero las putas a veces cambiaban. Esa noche había cuatro dominicanas nuevas que estaban en uno de los extremos de la barra.
La más delgada de las cuatro dominicanas se acercó luego que él la había mirado, ya cerca Jorge pudo apreciar mejor sus facciones, delicadas a su manera, se podía observar sus pechos, no eran exuberantes pero firmes al fin. Mucho que pedir para ese lugar.
El ritual no era complicado, pagarle un trago por la utilización del espacio, luego salir por la puerta y entrar por otra al lado. El cuarto lo conocía en sus otras similares versiones, suficiente penumbra, una cómoda, olor a humedad y sexo. Eran los momentos en los cuales dejaba de sentirse viejo, acabado y podía demostrarse distinto, todo por un precio adecuado. Esa noche algo de aquella mujer lo saco de su estado habitual, sus ojos opacos en busca de luz. Hizo algo que nunca hacía, rompió la rutina y le habló. Por cinco minutos le hablo hasta que ella le respondió.

El día seguía moviéndose según lo había imaginado, caluroso, lento en la preparación. Ya las cajas del quincho estaban ordenadas en el patio. Oscarcito ponía los tablones de las mesas cuando escucho desde la puerta del PH a Lurdes diciéndole que había llegado Argentino y que lo estaba esperando en la puerta.
-           Che, Oscar, venite que llegó Argentino.
-           Ahí voy.
Atravesando la carnicería llegaron a la vereda. Afuera estaba Argentino, como siempre de bigote, cada vez más canoso, pero el tiempo seguía siendo indulgente con él. Atemporal, cuadrado, igual, abrió la puerta de la de la caja frigorífica de la camioneta.
-           Disculpame el retraso, pero estos pelotudos recién me los trajeron ayer-
-      No se caliente Argentino – lo trataba de Ud. como a todos sus proveedores, al principio lo hacía porque le sonaba gracioso, con los años no sabía cómo hacerlo de otra manera.
Oscarcito en silencio empezó a bajar los corderos, partidos en mitades, llevaba de a dos por vuelta. Cuando terminó de bajar todo, Jorge sacó un fajo de billetes y se lo dio a Argentino que lo guardó.
-           Cuéntelo Argentino –
-      No hace falta, Jorge-  miró alrededor – ¿Queres que te ayude a despejar la calle?
-       No hace falta, en un rato los vecinos solos empiezan a sacar los autos, ya están curados de espanto, luego Oscar pone las cintas.
-        Bueno Jorge, lo veo más tarde –
-        Lo espero, como siempre – se dieron las manos, con la firmeza de dos tipos grandes que han trabajado con los brazos
Volvió al patio y miro la hora, estaba con la agenda justa, no sobraba ni faltaba nada, en unos minutos había que empezar a hacer el fuego para que los corderos estén en tiempo y forma.
Pensaba en la organización cuando escucho a Lurdes acercarse con una bandeja con vasos y una jarra de agua con hielo, se había olvidado del calor. Cómo amaba a aquella mujer.

Luego de aquella noche empezó a ir cada vez más seguido a aquel cabaret. Bonita ella, sus ojos lo abrigaban y espantaban sus fantasmas, y sus manos, cuando se posaban sobre él curaban sus heridas. No dejaba de pensarla los días que no iba. Y aunque a veces no tenían sexo, se quedaba desnudo al lado de ella mientras lo escuchaba.
-          Escuchame Jorge – le dijo una noche luego que una larga charla sobre la vida de intentos y culpas, de mil y un comienzos truncos – las promesas no se hacen desde la culpa, desde la muerte, se hacen para festejar la vida para cumplirlas desde la alegría. Lo que haces son promesas de muerte, ellas fallan porque la muerte es así, ella traiciona.
Fue cuando se dio cuenta que aquella mujer tenía que ser de y para él, sin ella no llegaría a nada distinto de lo que era. Se lo planteó, ella se negó. De promesas de borrachos y putañeros estaba curada. Era una puta Dominicana, lo sabía y lo llevaba con altura y alegría.

Las mesas estaban ordenadas en forma de herradura, como a él le gustaba, un banquete en donde él sería Rey. El fuego ya crepitaba en brasas y los corderos empezaban a hacerse lentamente, faltaba mucho pero todo tenía que estar a tiempo.
Lurdes se acercó para darle un beso en la mejilla y el la tomó desde la cintura y la beso profundamente, la vejez era un sentimiento que no experimentaba desde hacía muchos años. Todo el año acumulado para una noche, que más se puede pedir y ofrecer a la vida. Si no fuera porque todavía había cosas por hacer y ella se lo dijo al oído se la hubiera llevado a la habitación a encerrarse el resto del día.
Había un rosal, sobreviviente de un jardín más grande, prueba de una de las primeras promesas que había fallado. Pensó en sus padres, tal vez hubieran pedido algo más de él, tal vez, dentro de no mucho podría decirles que logró, tras mucho, alcanzar algo muy parecido a la felicidad.
 El resto de la tarde pasó tranquila, ensaladas de papas, tomates rellenos, bolls de papa fritas y resto de picadas. Oscarcito ya había puesto las cervezas y las gaseosas en los tachos de plástico con hielo. Era hora de bañarse. En un rato empezarían a caer los invitados y antes quería poder disfrutar de un vermut con Lurdes al fresco del anochecer, luego todo sería un gran caos.
Jorge bajó al quincho, respiraba el olor a humedad de Buenos Aires, el calor, una leve brisa. El quincho ya tenía las mesas puestas en forma de U, él y Lurdes estarían en la punta, el banquete sería servido. El año pasado habían sido cerca de cuarenta. Contó las sillas,  cincuenta y cinco. Afuera estaban los fierros con los corderos, adentro al lado de la parrilla estaban las colitas de cuadril y los costillares. Todo servido. Sacó dos sillas, el vermut, hielo, limón y soda, armó los vasos y cuando todo estuvo listo la vio bajar, seguía tan enamorado como la vez que se dio cuenta que la amaba, una pollera larga, ajustada, y una musculosa, sus cientos de trenzas le caían sobre los hombros y se movían como todo en ella, con ritmo.
-          Gracias Jorge – tomó el vaso de vermut a ella le gustaba con mucho limón  y se sentó a su lado, se tomaron de la mano.
-          Todo está listo, vida. Oscarcito ya puso la mesa  y está el fuego para el asado y los corderos van a estar a tiempo.
-          ¿Las remeras donde están?
-          En aquella caja, me gustó mucho tu idea – dio un sorbo al vermut, le hacía recordar los asados de su familia, siempre con un aperitivo.- ya anoté la secuencia y numere las cajas
-          Perfecto, hoy va a ser una gran noche – los dos se dieron vuelta porque Oscarcito ya había puesto música
Abría los ojos una y otra vez y seguía sin ver nada, había perdido la noción del tiempo. ¿Días, semanas? Qué más daba, no lo veía, pero intuía que seguía con aquella bolsa de tela en la cabeza, seguía oliendo igual que al principio, mezcla de sangre, vómitos, había dejado de distinguir cuanto de aquellos fluidos secos eran suyos y cuanto de otros antes que él.
Sintió pasos, el pasillo generaba eco, el sonido tendía a ampliarse, la oscuridad generaba eso, la exaltación de todo el resto.  Se abrió la puerta, lentamente, cuando tenía calma para pensar razonaba en lo calculado que era todo, ahora solo pensaba en lo peor. Un foco se encendió e inmediatamente se fue arrastrando hacia la pared y luego a un rincón,  de forma aparatosa, tenía las manos atadas.
-          ¿Está seguro que este no tiene mucha información, Bocha? – los ojos un poco más adaptados pudieron ver dos siluetas.
-          Para mí, un perejil, pero Ud. diga que quiere que hagamos –
-          Bueno, me lo pone listo y me lo lleva al cuartito para que pueda conversar con él más tranquilo –
-          En un rato se lo llevo – pudo ver como sombras detrás de la capucha como se iba el más alto de los dos que estaban en la habitación- Matute, vení acá – gritó
-          Sí Señor –
-          A ver Matute, ayúdeme con este –
Se sintió señalado. El instinto hizo que se acurrucara todo lo que pudo, pero no fue suficiente, antes que pasara nada sintió un puntapié en las piernas y de un tirón lo pusieron de pie, solo para tumbarlo de una trompada en el estomago, mocos, saliva y bilis salieron de su boca y de su nariz. Cayó al suelo de nuevo, solo para ser levantado y sentir repetir la misma rutina, en forma mecánica, casi con desdén. Luego en un rato de paz sintió el olor a cigarrillo.
-          ¿Me convidas uno? – lo dijo con soltura, como si la sangre de la boca ni los dolores le molestaran, no sabía de dónde había sacado la energía para pedir un cigarrillo, pero no podía pensar en otra cosa.
-          Miramelo al tipo este – mientras lo agarraba del cuello lo levantó como despojo que era. – Parate, dale pelotudo no me hagas perder tiempo -
La bolsa la corrieron un poco y le dieron una pitada, el humo amargo pasó por su boca y al instante sintió como se le relajaban las rodillas. Luego sintió como le apagaban el cigarrillo en la mano. No importaba ya había fumado.
Al rato se lo llevaron a rastras por el pasillo, el mismo que minutos antes había escuchado los pasos, a los empujones y golpeándolo cada vez que perdía el equilibrio o se tropezaba  En esos momentos recordaba a su primo. Sabía que se iba del país, sabía lo comprometido que estaba, pero a diferencia del resto él había entendido que los tiempos cambiaron, algo había dejado de funcionar, estaban cayendo todos muy cerca, la delación estaba ahí. Recordaba haber conversado con él pidiéndole que se fuera, negándose al principio había aceptado luego. Entre empujón y empujón recordaba a su tía llorando en la casa de sus padres. Las imágenes venían e iban en frenética anarquía, el miedo. Su infancia tenía el mismo peso que el día que fue a verlo a Antonio, para terminar de cerrar la salida del país y llevarle unos dólares para el próximo comienzo, y llegando a aquella casa ya vacía sentirse tomado de los brazos y obligado a arrodillarse con una pistola en la cabeza, no sabía de pistolas. La puta que te pario Antonio, fue lo único que se le pasó por la cabeza en ese momento. Antonio ya no estaba.
Entró a un cuarto, se dio cuenta porque el camino dejo de ser recto y el empujón se complementó con una puerta que se cerraba. Había olor a meo, a miedo, a humedad. Se resistió cuando lo desvistieron, se volvió a resistir cuando lo tiraron sobre una mesa  fría con agua. Ya no tenía fuerza para evitar que le ataran las manos y las piernas a la mesa. Se imaginaba lo que le esperaba, lo sentía inevitable, no sabía cómo salir. Recordó el reciente cigarrillo, recordó fumar, recordó a su viejo y el disco de Vivaldi que ponía todos los domingos por la mañana. Quería verlo de nuevo.
Las preguntas se alternaban con los golpes de electricidad que sentía cada vez que con el fierro le tocaban los pezones, y sus gritos quedaban mudos por la almohada que le ponían en el todavía cubierto rostro.  Se abrió la puerta y la misma cadencia de pasos que había escuchado tiempo atrás, seguido de un silencio e inacción que desesperaba.
-          Nada, por ahora no dice nada que nos sirva. –
-        Dale, relájate, contame un poco más – la voz se hizo dulce mientras se acercaba a su oído, seguía sin poder ver más allá de sombras – yo puedo ayudarte a terminar esto – esa voz se hacía cercana casi una luz que se encendía en el mar de oscuridad – Contame un poco más sobre Antonio, vos sabes mucho y cada vez que me respondas vas a estar mejor.
-     No sé, le juro que no sé donde está, tampoco sé nada de la Sandra – antes de terminar sintió  cómo le ponían la almohada en la cabeza y otra descarga, se doblo entero y, cuando volvió a estar derecho, empezó a tararear lo único que le venía en la cabeza, Vivaldi, Primavera.
-         Miralo vos a este – se escucho de fondo y hubo una pausa
-       ¿Sabes de Vivaldi, campeón? – ya la voz no era impostada, cercana, era solo sorpresa, pero rápidamente volvió a su tarea, a preguntar.
Solo escuchaba el disco de su viejo, se aferraba a eso, no sentía más que aquellos violines. Pensó en prometer algo a Dios si salía con vida de aquel lugar, no sabía qué promesa era lo suficientemente importante para Dios, prometió que algo haría, ya se le ocurriría qué.
La bebida hacía rato que circulaba, todos habían venido y  todos trajeron algo. Cada año incorporaba a alguien más, pobres algunos, desterrados de la vida otros. Todos en mayor o menor medida compañeros en eso de ser paria.
La cumbia sonaba y algunos empezaban a bailar en el patio. El hambre estaba saciada pero no la sed. Desde la cabecera del quincho podía observar como algunos bailaban pegados, otros colaboraban bebiendo y gritando, todo con la misma alta intensidad. Bridaban todos y por algún momento los miedos y miserias quedaron para el año que pasaba. Quedaba poco para que dieran las 12, llamó a los que ese año les tocaba participar, ya afuera, de una de las cajas numeradas sacó remeras, todas negras con letras blancas.
-          ¿Este año somos el Equipo George? –  Argentino, muy divertido se puso la remera negra,  con esas palabras.
Todos sacaron sus respectivas remeras, mientras otros cuatro llevaban las cajas a la calle. Salieron todos al ritmo de la música que se escuchaba de fondo, cumbia. El que no bailaba o caminaba  moviéndose al ritmo. Ya había gente en las veredas y los autos no estaban. Las cajas se abrieron y acomodaron según la secuencia planificada toda la pirotecnia en la puerta de la carnicería.

Jorge se paró en medio de la calle, levantó los brazos casi en cruz, sintió los aplausos de la gente que había salido a la calle para verlo. Cada año más gente, todo el año trabajaba para mejorar y daba sus frutos. Miró al sus costados, todos estaban listos, la miró a Lurdes y ella asintió, la amaba. Cerró los ojos y mientras tarareaba a Vivaldi pasaron corriendo los comensales a cada lado con bengalas color rojo en el aire. La fiesta empezaba.

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NdMi: Cerca de Devoto los años nuevos hay un tipo, carnicero él, que festeja el fin de año  haciendo fuegos artificiales e incorporando gente que lleva petardos y demás pirotecnia. El personaje me pareció digno de tener un cuento, la historia es totalmente inventada.
Mauricio


viernes, 21 de octubre de 2011

La Nave Va



Amaba la inmensidad de la nada, poder galopar y el silencio. Pero esos sentimientos habían pasado hace ya bastante tiempo, ahora tenía que llegar al campamento antes del anochecer. Estaba con Paco. Los dos recorrían  las tierras al sur del Rio Negro. Eran la avanzadilla de algo que terminaría por barrer con todo. Nunca pensaron que desde sus comienzos en el campo paterno iban a terminar ahí, en medio de la nada juntos y rodeados de desierto, piedra y cielo. En unas horas anochecería, poco habría por hacer y ver, ya no se divisaba nada. Era mejor volver.  Aceleraron el trote, no les hacía falta mirarse para saber qué estaban pensando, solo en cómo montaban y hacia donde iban era suficiente. Se conocían desde que tenían uso de razón, juntos fueron criados en la estancia del tío casando ñandúes con Leonidas el encargado y de ahí a la pulpería a tomar ginebra. Habían terminado la patrulla y era mejor volver, todas las noches eran frías y esos indios eran de cuidar. Faltaba poco para llegar al Rio Limay.

Y así llegaron, cansados, con el rostro oscuro de tanto sol, tierra y sudor. EL horror del día lo dejaron para otra ocasión, se sentaron juntos al lado del reciente fuego. Empezaba la noche a definirse seca y estrellada como las últimas. ¿Cuántas? A veces era difícil darse cuenta de las fechas, sobre todo cuando todos los días eran iguales.


Paco le tendió una tasa de hojalata con agua, sabía a tierra, pero ya no distinguían si era el gusto del agua, el cumulo de polvo y suciedad que tenían en la boca o simplemente todo tenía el mismo gusto a tierra seca de hacía años. Era hora de comer, sacó charqui y pan de la bolsa, arrancó un pedazo de carne seca con las muelas, con la mano derecha hizo fuerza y con una torcida mueca cortó y comenzó a masticar con tranquilidad, mientras Juan servía un poco de caldo caliente, que también tenía mismo gusto a polvo, piedra y sequedad, necesitaba cambiar la temperatura.


Levantaron la vista y vieron entrar por el callejón principal a Esteban, Aurelio y Jonas, los que faltaban, Esteban llevaba sobre el caballo una india que se movía, estaba envuelta en harapos y sogas. Casi todos estaban acostumbrados el capitán los dejaba hacer de vez en cuando, decía que era normal y que mantenía la moral alta ya que mucho tiempo solos en medio de la nada los soldados tenían la necesidad de descargar. El caballo se encabrito. En un momento, antes que levantara las dos patas delanteras Esteban la arrojó al suelo y, a pesar de ya no verse con claridad, se intuía el polvo levantándose con el sonido del golpe seco. Ella, ya sin las ataduras, quedó inmóvil pero los ojos de la soldadesca se transformaron y todos como poseídos se acercaron a la mujer que, semiinconsciente, intuyó su destino cierto.   


Juan llamó a Paco  desde un rincón y se fueron caminando hasta la tienda, no habían llegado hasta ahí para eso, y mientras se escuchaban los gritos de la mujer y las carcajadas de los soldados, entraron en la carpa. Daba igual y ya no los incomodaba como la primera vez. En un rato todo volvería a ser silencio.  


La carpa tenía el mismo olor y color que todo, tierra. Iluminado por un candil había dos colchas llenas de mugre y pulgas en el piso, las bolsas con las chiripas y una camisa de repuesto, tan sucia como la que tenían puesta. Los fusiles ya los habían ampoyados sobre las mochilas de campaña.

Juan María De Dios González Pastor  había sacado un mapa sucio, ajado y rotoso, mientras seguía masticando algo de carne lo desplegó con cuidado sobre el piso y acercó luz, al mismo tiempo que Paco abría una botella de cerámica de ginebra.

-        -  Nos tenemos que ir,  esto ya no da para más, no lo soporto. La matanza está a la vuelta y yo no quiero participar en esto, ya viste como están todos, si había algo de cordura estos días esperando ya acabaran con todo lo que nos queda de humanidad- Paco estaba ansioso, sumado al cansancio y hastío, cosa que preocupaba a Juan María.

-       -  Paco, quedate tranquilo, queda poco, tenemos que salir un par de veces más para poder identificar este punto- señalaba un punto  del mapa en donde torcida y borrosa- una vez que tengamos ese punto nos vamos de acá, desertamos, o mejor aún, nos hacemos los muertos.

-       Pero el ciego no dio mucha más información, este era un camino sin retorno, con un mapa que con suerte podían leer. Era una brújula sin norte. Pero un impulso sin freno.

Salir de ahí antes de tiempo y todo sería un gran fracaso, pensar en el objetivo a Jose María lo mantenía con vida y enfocado. La meta era poder acercarse lo más posible sin peligros al río Limay, luego el camino sería solitario en medio de grandes bosques cerca de los lagos. El Ciego les dijo que el tesoro, cantidades inconmensurables de oro, estaba allá, al sur, pasando el mirador con forma de ave. Casi todos habían buscado en lugares equivocados les dijo el ciego, antes que lo mataran para sacarle el mapa. Tenía impreso en la mente aquel momento, aquella mirada sin expresión, la marca de los dedos en el arrugado cuello, la mueca de horror de los labios y lengua luego de morir estrangulado. Cuando vieron el mapa no pudieron resistir la tentación. La muerte era el camino más corto para asegurarse la riqueza y tomaron ese atajo. Trató de recordar el nombre, pero eso ya no importaba.

El viejo les contó cómo ese mapa le había llegado a través de distintas personas, había pasado por distintas manos por muchos años, partiendo de una expedición de unos españoles locos que pensaron que atravesando el Río Negro llegarían a la última ciudad inca, aquella en donde habían llevado lo que quedaba del  inmenso tesoro, lo único que no llego a rapiñar Pizarro y de cómo fracasaron perdiéndolo todo y a todos en el intento.  Para su desgracia también les contó cómo con el nuevo Plan de Conquista del sur pensaba vendérselo a  Roca para pasar sus últimos días en una moderada riqueza y no en la miseria y mugre en que vivía. Esos vasos de vino que le compraron al viejo valieron cada centavo. El destino los había puesto en Buenos Aires y la casualidad en frente al viejo ciego. Y así se lo llevaron del bar con la promesa de conseguirle una entrevista con el secretario de la intendencia que lo conocía a Roca. La calle estaba apenas iluminada, una  mirada de ambición se apoderó de ambos, Paco tomó al viejo por atrás y lo arrastró a un callejón lateral, oscuro En su eterna penumbra para el ciego la oscuridad era indistinta, y mientras él lo sujetaba Juan María puso sus manos en su cuello, arrugado, frágil, donde sentía los pliegues de los años en sus dedos, y no vaciló. Apretó, suave al principio, pero cuando sintió la ansiedad y la adrenalina lo hizo con más fuerza, decidido ya a terminar hasta que sintiendo los cartílagos entre los dedos vio como el cuerpo perdió tensión y se desprendió de los brazos de Paco cayendo como una bolsa de papas al piso. No había nadie y los cuerpos en esa zona del puerto abundaban de un día para otro. Tomaron el mapa y se fueron, sin apuro, no había pasado nada.


Se silenciaron las risas. Ya habían terminado y si la mujer tuvo suerte estaría muerta ahora, sino a la mañana seguirían hasta que el cuerpo quedará sin vida. ¿Cuánto faltaba para avanzar? Avanzaban? ¿Estaban acercándose? Paco tenía sus dudas pero José María lo impulsaba a no perder de vista la meta. Bajar los brazos no era alternativa, no lo dejaría.

Necesitaban dormir, pensar en el cansancio era el continuo y abrumador causal de insomnio, mas agotados terminaban el día más les costaba conciliar el sueño. Dormir esa noche, pero antes tomaron lo que les quedaba de ginebra.

Ya era otro día, frío, igual, polvo, cuando llegó el correo. El capitán recibió una carta, la abrió y cambio una mirada con otro oficial, tenían que desmantelar todo y comenzar a movilizar a la soldadesca, había que llegar al río Limay pronto. Ese era el tan esperado momento. Empezaron a levantar el campamento. Había que llegar en cuatro días, sería a marcha forzada pero la percepción de movimiento volvería a levantar la moral, no hay peor ejército que el ocioso, aquel que no se mueve.  Y así el movimiento tomó forma. Al principio lento y  luego con método. Un mecanismo adormecido de disciplina y orden salió desde la profundidad de los soldados y se articularon en un organismo que a gritos y silencios adquiría vida. El campamento estaba desmantelado y todo guardado antes del mediodía, empezaron la marcha.

Caminaron. Al principio en fila. Luego, se fueron desplegaron hacia los costados, la tierra se levantaba bajo las patas de los caballos, bajo las botas de los soldados, podrían observarlos a leguas de distancia. Ese día tenían que avanzar al menos diez leguas y mañana otras tantas. Fue una jornada agotadora pero terminó con risas. Los músculos se activaron y el movimiento sacó el tedio de sus mentes.

Al tercer día de marcha, Paco y José María fueron despachados para recorrer la zona. La tierra y los cantos rodados no parecían tener fin. Les habían hablado de la meseta patagónica, de ese desierto de gigantes, pero el silencio, el viento y el polvo agigantaba cualquier pesadilla que tuvieron en los meses previos a enlistarse. Avanzaron un tiempo, primero al trote, luego al galope y cuando perdieron de vista el campamento, aminoraron la marcha. Ya no quedaba margen, habían avanzado mucho y quedarse con el regimiento más tiempo era más seguro pero también había más probabilidades de ser descubiertos y perder aquello por lo que habían ido. Claro estaba que no compartirían con nadie lo que fueron a buscar. Más poderoso que el miedo terminó siendo la ambición, a riesgo de perderse o ser encontrados por un malón, que no tendrían piedad, piedad que sabían tampoco merecían.

Viraron al oeste, hacia la cordillera, ahí tenían que ir, el camino parecía despejado y lo siguió siendo por los siguientes cuatro días. Luego llegaron a un río, bebieron hasta el hartazgo, ellos y sus monturas. Habían sido cuatro días arduos en donde no intercambiaron casi palabras. Cada quien con sus fantasmas, pensaba José María, y no se preguntaban. La ambición los movilizaba, y el hecho de haber quemado las naves los ataba. No mirar atrás, no pensar en lo que viene, dejarse llevar por un primer instinto y luego ir viendo que les depara el destino, esa madeja de hilo formado a fuerza de decisiones. Un impulso y la nave va. Luego de cargar las botas con agua se lanzaron al quinto día de camino. Sobre el final, quedaba un cerro por cruzar. Hacia el sur ahora, caminando al lado de los caballos. Había que cuidarlos, era lo único que les quedaba en ese mundo que los devolvería al suyo.

Ya los habrían dado por muertos o capturados por la indiada, José María se imaginaba que los buscaron por un día o dos y luego habrían sido anotados como bajas. No importaba estar anotado como muerto y serlo caminante, en qué momento había cruzado el límite entre la genialidad y la desesperanza, la nave va. Tenía prometida, tenía un incipiente negocio en la aduana, pronto sería lo que le fue negado por nacimiento. Y así como el río tiene su cauce, él tenía su vida, ya con una pendiente un devenir hacia el mar. Y luego de volver a encontrarse con Paco, el viejo, el mapa y el instante en donde el cauce se desvía. Fue una llamada muy fuerte del destino para no escucharla. El pico del cerro terminaba en un promontorio que, para sorpresa de ambos, cerraba con una roca. La luz del atardecer revelaba una sobra de un ave sobre el suelo. Debajo de ese cerro se vislumbraba un valle en donde el desierto parecía que había perdido la batalla por dominarlo todo. El verde volvía a ser un color vivo y no un recuerdo.

Estaban cerca y lo sentían, sacaron el mapa, la brújula, el agua, un mendrugo de pan duro y un poco de carne que habían casado y secado al sol.  Estaban cerca, lo sabían, y eso a Juan María le cambió la mirada. Empezó a sentir miedo, no sabía por qué, fue una sensación de desamparo ante la vida, ante los elementos, ese valle visto desde la cima del cerro lo hacía sentirse pequeño, en falta, como si estuviera metiéndose en algo que no debía, una travesura en la que el niño espera no ser descubierto.

Paco estaba excitado con el cauce que empezaba a tomar su destino. El menor, predestinado a ser nada en la familia, minimizado por todos, ese que siempre trató de mostrar su valía, y en su camino tropezó con José María, también destinado a la nada misma, a ser militar o sacerdote o buscar suerte. Optaron por las últimas dos. Recordaba como su padre lo azotaba días enteros cuando volvía luego de robar un caballo para meterse en el monte. No volvería pobre. No volvería.

Al sur, en silencio, un silencio en soledad, la vegetación empezaba a volverse más y más espesa. No haydesierto ahí, hay lagos. Lagos entre las montañas de aguas frías como no sintieron nunca. Maravillados por lo inmenso del lugar trataban de no perderse. La brújula, el mapa y la imagen del viejo ciego muriendo no les permitían perder el rumbo.

De repente, el bosque terminó, súbito pero sutil, los arboles delimitaban un claro en donde penetraba el sol, estaban agobiados y habían perdido el sentido de los días y de las noches, no sabían hacecuanto estaban metidos entre esos árboles que parecían llegar hasta las estrellas. El solo hecho de llegar a un descampado para ellos era el éxtasis, la tranquilidad de saber que había un final, que el sol seguía ahí y no era un mero espejismo emanado de las hojas de los árboles. Mareados por la luz, al principio no se dieron cuenta que el descampado era circular y que en medio estaba sentado, sobre una gran roca tallada, un hombre.

Miraron el mapa, y sí a partir del  círculo faltaban diez leguas más y lo habrían conseguido. Serían inmensamente ricos.

Se acercaron al hombre, a medida que se acercaron pudieron divisar que tenía un casco de hierro herrumbrado. Estaba con las piernas cruzadas y una pica apoyada sobre su hombro, la pechera de bronce estaba azul del óxido. A medida que se acercaron vieron hasta telas de arañas que caía desde el casco hasta los hombros. ¿Cuantos años tenía?, ¿Qué hacía ahí? La piel oscura del sol implacable. Parecía imposible calcularle la edad, pero la vestimenta era la de un soldado español imperial.


-         No puedo decirles que no pueden pasar, ya estoy viejo para proteger esto- dijo con imperceptible movimiento de los labios y un marcado acento español arcaico- solo me queda advertirles

A Paco se le acumularon las preguntas. ¿Quien era?, ¿Desde cuándo estaba allá? ¿Entonces el tesoro existía? ¿Cómo se llamaba? Pero algo le decía que no tendría respuesta y que aquella era la última chance, el punto de inflexión entre una realidad u otra.

El viejo los miró con sus ojos azules sin alma. Y soltó una carcajada sin dientes. Parte del polvo que tenía sobre la espalda pareció moverse, pero no, siguió todo donde estaba.

--    Qué más da, ya no puedo hacer nada, solo déjenme decirles que esta es la última oportunidad, que de acá en más, seguir hacia lo que están buscando es para no volver. El resto es vuestra decisión.

--          Y Ud., ¿quien es para decirnos esto?- José María tenía los ojos llenos de ira, de la ira del que sabe que todo pende de un hilo y no ve alternativas más que morir con la suya o volverse sin nada. O Morir o Volver. Le temblaba la vos

Algo de verdad había, y Paco retrocedió ante esa mirada que azul se veía bajo la sombra del casco. Era cerca del mediodía. Amaba la vida, a pesar de odiar a su entorno. El conflicto interno le ganaba lo que en José María lo hacía el capricho por avanzar.

-    Yo no sigo

-     Paco, no podemos volver- Jose María lo agarró de los brazos, con fuerza, con desesperación – Yo no mate con estas manos al ciego para quedarme acá – Mientras lo sacudía miraba intermitentemente al hombre de la roca y a Paco.

-          Lo sé, pero yo no sigo – No podía sostenerle la mirada a ninguno de los dos, se sentía avergonzado.

-          No me podés abandonar. No ahora. Soy tu Hermano, estamos juntos en esto – y al rato viendo que no reaccionaba -Esta bien hijo de puta, pero no compartiré mi riqueza contigo cuando vuelva a Buenos Aires, ¿Está Claro?

Paco se subió al caballo y avanzó en sentido contrario, seguía sus propias huellas con la vista clavada hacia adelante, e intuyó a José María sacando el mapa ya sin prestar atención al anciano que, impávido, seguía sin mirar ni a un lado ni al otro.

Al tiempo Paco se encontró con su batallón, dijo que a José María lo había perdido luego de escapar de la indiada, que al él lo habían capturado y que luego escapó. Siguió a rajatablas el plan de Roca y avasallaron toda la región pasando a fuego y plomo a los pueblos. Sojuzgando la nación indígena y fundando batallones unificando el sur al norte. Él se destacó tanto por la valentía como por lo encarnizado de las razias, siempre primero. Tan bueno fue su desenvolvimiento en toda la campaña que fue premiado con algunas tierras conquistadas.

Paco, de ser destinado a la nada, pasó a ser, con el tiempo, terrateniente. De ahí a los negocios era un empujón más. Luego el Jockey Club y casarse con una dama de cuna de Buenos Aires. El dinero se multiplicaba, junto con la familia. Tuvo tres hijos luego diez nietos. Y al haberse expandido lo suficiente  partió la herencia en tercios iguales para  cada uno de los hijos y los hizo cargo de los negocios de la familia. Salía a cazar ñandúes junto con sus hijos y nietos mientras las mujeres esperaban para el té. Pasó el tiempo, juntos con los días se fue su juventud pero no su energía. Así un día, en el casco de la estancia, se acordó de José María, como no lo había hecho hasta ese momento. Para él solía ser un recuerdo doloroso cada vez que lo tenía, pero esa noche cuando estaba tomando una copa de ginebra mirando la oscuridad del horizonte de la pampa, no lo fue. El recuerdo era movilizador. Tenía que volver.

Sin decir nada a nadie, luego de haber hecho todos los papeles con el escribano Altube, delegación de poderes y herencias varias, subió al tren. El viaje terminó y se bajó en Neuquén. Compro dos caballos, una mochila, alimentos, cargó agua y empezó a cabalgar. Habían pasado más de cincuenta años, estaba viejo pero se sentía vigoroso en el caballo.

Bordeó el rio Limay por un trecho, y de ahí al cerro del pájaro. Avanzó al valle y luego al bosque. No tenía el mapa, solo poseía una brújula y la sensación de no estar perdido, la certeza de saber hacia dónde iba.

Llego al descampado. La piedra estaba en el medio, y sobre ella la figura de un hombre. Se acerco y cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo de ver a José María. El tiempo casi no había pasado para él. Lo único que mostraba el paso del tiempo era el rifle herrumbrado que tenía apoyado al hombro y la tierra sobre el sombrero.

-   Hola Paco, te estaba esperando.